Shemot - De la Inspiración a la Acción
- Jack Levy
- 14 ene
- 8 Min. de lectura
Por Jack Levy
Imagínate que acabas de regresar de un retiro espiritual impresionante: sentiste que habías tocado el cielo, como si te hubieras alineado con los ángeles más "picudos". Tus chakras estaban al full, tus intenciones claras, y juraste que tu propósito iba a cambiar el mundo. Era como flotar. Pero luego llega la vida real. Pasa el tiempo, y lo que era éxtasis ahora es un gran vacío. De repente te das cuenta: el recibo de la luz sigue sin pagarse solo, los niños necesitan quien los vista, y tu pareja, bueno, definitivamente no está en modo "zen".

¿Cómo carajos llegaste aquí otra vez? Esa conexión que pensaste eterna desapareció, y ahora solo queda frustración. Te preguntas: ¿Por qué siempre pasa lo mismo? ¿Por qué todo lo espiritual que experimentamos parece evaporarse tan rápido?
Aquí estás, atrapado otra vez en el ciclo absurdo de querer más y sentir menos, de repetir lunes a viernes como si fuera una condena. Y ahora te lo voy a preguntar sin filtro: ¿Cuánto tiempo más vas a seguir fingiendo que "sentirte bien" por un momento es suficiente? ¿Cuántas veces más te vas a aferrar a esa espiritualidad de "rush" que se queda en filosofadas y buenas intenciones?
¿Cómo afecta esto a tu vida diaria? ¿Te has dado cuenta de cómo esa "búsqueda espiritual" puede convertirse en otro entretenimiento más, una forma elegante de escapar de la realidad? ¿Cuántas veces usamos la meditación como una excusa para enfrentar la realidad?
Moshé y su temor a ver el Rostro Divino
La Perashá nos cuenta que Moshé también tuvo su momento de éxtasis espiritual: una experiencia tan intensa que lo llevó a estar literalmente frente al Eterno.
Imagina a Moshé, un pastor ocupado en lo cotidiano, cuidando las ovejas de su suegro Yitró. Seguro ya te lo imaginas, porque todos vimos la película del Éxodo. Pero esto no es un montaje de Hollywood: un día, mientras guía su rebaño, Moshé llega al monte Horeb, y algo llama su atención: un arbusto ardiendo que no se consume. La curiosidad lo vence —como a cualquiera— y decide acercarse a investigar.

De repente, una voz lo llama: "¡Moshé! ¡Moshé!". No es Morgan Freeman narrando, es Dios hablándole desde la zarza. Le dice que se quite las sandalias porque está pisando tierra sagrada. Entonces, como buen líder en potencia, Dios se presenta: "Yo soy el Dios de Abraham, Isaac y Jacob". Moshé, abrumado por la magnitud del momento, hace algo inesperado: cubre su rostro, temeroso de mirar directamente a Dios.
En ese instante, no solo presencia un milagro, sino que también inicia un llamado que transformará su vida y la historia de su pueblo. Sin embargo, en ese momento crucial, Moshé decidió no ver el Rostro de Dios. Pero, ¿por qué renunciar a algo tan elevado? Según Rabbi Jonathan Sacks, Moshé comprendió que si contemplaba la "Verdad Infinita" en toda su magnitud, perdería la perspectiva humana. Conectarse solo con lo divino significaba desconectarse del dolor, las luchas y las emociones de su pueblo. En pocas palabras, Moshé sabía que no podía liderar desde un pedestal espiritual; necesitaba estar con los pies en la tierra, sintiendo las cargas humanas.

Esta historia no es solo un relato místico del pasado; es un espejo que nos enfrenta a nuestra propia vida. Todos tenemos un "Rostro Divino" al que tememos mirar: esa versión plena, alineada y cargada de potencial, pero que también nos exige dejar atrás la comodidad y enfrentarnos a nuestras propias limitaciones. La clave está en la tensión: necesitamos esa chispa espiritual para recordar que somos más de lo que aparentamos, pero también necesitamos acción y compromiso para que esa conexión se traduzca en cambio real.
Entonces, ¿cómo mantener esa conexión sin que se nos escape como humo? Porque, aceptémoslo, vivir del éxtasis espiritual pasajero es como intentar pegar un jarrón roto con un chicle: sabes que no va a durar, pero igual lo haces esperando que no se noten las grietas. ¿Cómo hacemos que esa chispa divina deje de ser un destello momentáneo y se convierta en una llama que aguante las tormentas de la vida diaria? Ahí está el verdadero reto.
FeConCiencia
Vivir con Conciencia Aleph

Mario Saban lo explica bien: vivir con Conciencia Aleph significa estar alineado con lo divino, ver el mundo desde lo infinito, mientras sigues en el mundo Bet, donde te esperan las facturas, el tráfico y las broncas familiares. Y ahí está el reto: sentirte conectado con lo trascendental sin perderte en el caos de la rutina.
El problema es que muchos se quedan atrapados en la “inspiración”. Suena lindo meditar, sentirte iluminado y hablar de “energías”, pero si no llevas esa conexión al mundo real, no sirve de nada. Es como tener el celular con la mejor señal, pero sin datos. La Conciencia Aleph no es un escape: es entender que incluso lo más trivial —como hacer el súper o escuchar las quejas de tu pareja— puede convertirse en un acto sagrado. La espiritualidad que no baja a la acción es solo un lindo placebo.
La hija del Faraón y su brazo “milagroso”

Y aquí es donde entra Batia, la hija del Faraón. Según el Midrash, vio a un bebé flotando en el Nilo y, aunque la canasta estaba fuera de su alcance, extendió la mano. ¿Qué pasó? Su brazo se alargó 60 codos. ¿Milagro? Claro. ¿Metáfora? También.
El número 60 no es un detalle al azar en la tradición judía. Representa la capacidad de anular barreras, límites o separaciones. Por ejemplo, en las leyes de Kashrut, una sustancia prohibida queda anulada si se mezcla en una proporción de 1 en 60. Más aún, el Talmud nos dice que el sueño es 1/60 de la muerte, y la profecía, 1/60 del sueño. Esto sugiere que, aunque incompletas, ciertas experiencias humanas pueden ser un reflejo diminuto de algo mucho mayor, un atisbo de lo divino. Así, cuando el Midrash nos dice que el brazo de Batia se alargó 60 codos, nos está enseñando que en ese acto, ella anuló la distancia —física, espiritual y emocional— entre lo imposible y lo posible.
La distancia entre Batia y la canasta no era solo física; era simbólica. Representaba esas metas o problemas que parecen inalcanzables, esas situaciones en las que sentimos que el esfuerzo es inútil. Sin embargo, el número 60 nos recuerda que, al dar el primer paso, incluso algo chiquito puede transformarse en un canal para lo infinito. Es la misma regla que encontramos en las leyes de Kashrut: un cambio pequeño puede tener un impacto que anula lo que parecía imposible de superar.
¿Y qué hizo Batia? Extendió la mano, sin garantías. Ese es el punto. No esperó que alguien le resolviera el problema o que la canasta llegara sola. Actuó, y en ese acto, lo imposible se volvió posible. Es lo que enseña el Talmud: "Abre una abertura del tamaño de la punta de una aguja, y Yo la abriré del tamaño de un salón." ¿Te suena exagerado? Tal vez. Pero esa es la esencia del milagro: hacer lo que nos toca (aunque a veces parece absurdo), confiando en que el universo hará su parte.
Batia no solo salvó a Moshe; rompió barreras. Su acción no fue cómoda ni lógica, pero fue necesaria. En el momento en que anuló sus dudas, su miedo y la distancia física, abrió un espacio para que lo divino se manifestara. Y aquí la pregunta es: ¿qué canasta está flotando fuera de tu alcance? ¿Qué te detiene de extender la mano? Porque lo único que necesitas es atreverte. El resto Dios lo acomoda.
Nosotros somos el límite de Dios

El Midrash sobre Batia lleva a una idea todavía más profunda: tú y yo somos el límite de Dios. ¿Qué significa esto? Según la Cabalá, Dios es Ein Sof, lo infinito, aquello sin límite. Pero precisamente porque es infinito, lo único que le “falta” es un límite, y ahí es donde entramos nosotros. Somos, por nuestra naturaleza, Sof, lo limitado. En otras palabras, nosotros somos el límite de Dios. Cada una de nuestras elecciones, nuestras dudas y nuestras acciones trazan esa frontera entre lo divino y lo humano.
Esto puede sonar poético, pero es una responsabilidad inmensa. Cada vez que decides actuar o no actuar, moverte o no moverte, arriesgarte o no arriesgarte, estás reforzando ese límite y restringiendo la posibilidad de que lo infinito te encuentre. Sin embargo, cada vez que eliges romper tus miedos, tus excusas, tus barreras internas, abres un espacio donde lo divino puede entrar. En otras palabras, cuando tomas la decisión de moverte, de actuar, lo infinito responde. Así que la pregunta es: ¿te convertirás en una barrera que detiene lo divino, o en un puente que lo deja fluir?
Inspiración y Rutina: El Profeta y el Sacerdote
Por eso el judaísmo te ofrece dos herramientas para no perderte en el camino: el profeta y el sacerdote. El profeta es esa chispa que te eleva, la inspiración que te recuerda que hay algo más grande que tú. El sacerdote, en cambio, es la disciplina que traduce esa inspiración en acciones concretas. Sin profeta, el sacerdote se queda en un ritual vacío. Sin sacerdote, el profeta es solo palabras bonitas.

En tu vida pasa lo mismo. Cuando buscas solo inspiración —meditar, leer libros espirituales o ir a retiros—, pero no lo llevas a la práctica, te desconectas de la realidad. Y si te hundes en la rutina, pierdes el sentido de por qué haces las cosas.
"Cuando se me acaba la inspiración, me sostiene la disciplina." (La Voz Del Alma 2022 J.L)
Porque la espiritualidad no es un evento único; es un proceso que se sostiene con pequeños actos cotidianos.
Piensa en esto: recitamos la Amidá dos veces. Una en silencio, conectándonos con nuestra propia chispa (el profeta), y otra en voz alta, como comunidad (el sacerdote). Esta dualidad te enseña algo esencial: inspiración y acción no son opuestos, son complementos. Necesitas ambas para vivir con propósito.
Desde la Conciencia Aleph hasta el acto de Batia, desde nuestra capacidad de ser el límite de Dios hasta el equilibrio entre el profeta y el sacerdote, todo apunta a lo mismo: la espiritualidad no es un escape, es un compromiso. No importa qué tan lejos parezca tu meta, lo que cuenta es que extiendas la mano. Lo que hagas con tus límites definirá si conectas con lo infinito o te quedas en la excusa.
Atrévete a estirar la mano
Batia no esperó garantías. No se detuvo a calcular si su brazo alcanzaría la canasta. Extendió la mano porque entendió lo que tú también necesitas entender: el milagro no ocurre cuando te quedas esperando, ocurre cuando decides moverte. Cuando dejas de buscar excusas y eliges actuar. No importa si la distancia parece insalvable; lo único que importa es que des el primer paso.
¿Sabes cuál es tu verdadero límite? No es tu falta de tiempo, tus miedos o las circunstancias. El límite eres tú. Tus dudas, tus inseguridades, tu zona cómoda. Cada vez que eliges quedarte ahí, el infinito se queda esperando. Pero cada vez que te atreves, aunque sea un poco, rompes esa barrera y encuentras algo mucho más grande que tú.

Porque la espiritualidad no está solo en los viajes de ayahuasca ni en los retiros espirituales donde alineas tus chakras. La verdadera espiritualidad está cuando te levantas a las 3:30 de la mañana a cambiarle el pañal a tu hijo después de que te fuiste de fiesta y sientes que el mundo se te cae encima. Está en ese momento en que decides poner el cuerpo y el alma en las cosas que importan, aunque nadie lo vea, aunque nadie te lo reconozca.
Ahí, en la rutina incómoda, en el cansancio extremo, en el acto más pequeño y humano, se esconde lo divino. Dios no está del otro lado de tus oraciones vacías, ni en los “algún día” que nunca llegan. Dios está justo detrás de tu límite. Ese que crees que no puedes cruzar. Ese miedo que no quieres enfrentar. Esa acción que siempre postergas.
Extiende la mano, aunque no veas cómo. Da ese salto, aunque no tengas garantías. Porque detrás de ese límite que tanto te aterra, te encontrarás con Dios. No como una idea, no como un concepto. Lo encontrarás en tu esfuerzo, en tu vulnerabilidad, en tu decisión de atreverte.
Así que deja de mirar la canasta flotando. El infinito te espera. Rompe tu límite. Porque después de ese límite, está Dios.
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